Hugo Coya

Con el autogolpe fallido que ocasionó el suicidio político de , su encarcelamiento, la asunción de la presidenta y las protestas en diversos puntos del país que han causado varios muertos y heridos, surge, en estos tiempos de campeonato mundial, la imperante necesidad de apelar a aquella acción que existe en el fútbol cuando debe interrumpirse un partido por una causa que quebranta las reglas de juego: la ‘bola a tierra’.

La ‘bola a tierra’ no significa deponer discrepancias políticas o entrar en cualquier tipo de componenda. Apenas constituye la necesidad de que los adversarios se retiren por unos instantes a la mitad del terreno y se pongan de acuerdo de nuevo sobre aspectos mínimos a fin de que se pueda reanudar de la mejor manera posible una dura reconstrucción nacional.

Aunque subsistan serias dudas acerca de la permanencia del gobierno de Boluarte, se requiere esa ‘bola a tierra’ a fin de aprobar reformas constitucionales y normas más rígidas de modo que las próximas elecciones no se conviertan en meros remedios para la calvicie entre los que ya no poseen la mínima posibilidad de recuperar el cabello. Dichas medidas deberían impedir tener otra pléyade de delincuentes en el Congreso y demás instituciones.

En casi 17 meses, Castillo tornó la ineptitud en una forma de gobierno; los escándalos de corrupción y el nombramiento de personas sin cualquier calificación en normalidad democrática. El concepto de tierra arrasada primó en vastos sectores de la administración pública.

Si bien es demasiado temprano para un juicio en extenso de la herencia de Castillo, resultará muy difícil hacerlo durante un buen tiempo sin apasionamientos, sin emplear calificativos negativos para valorarlo o sin dejar de criticarlo por no promover siquiera una reforma mínima a favor de la mayoría ‘del pueblo’, como prometió en su campaña. Sea como sea, cuando intentó un manotazo autoritario, acabó ahogado en su propio lodazal.

Pero, en honor a la verdad, el ahora exmandatario no es el único culpable del descalabro, pues el resto de la clase política en general ha demostrado hasta la saciedad que se mantiene presa a realidades paralelas. Esta es tan o más responsable de aquello que venimos sufriendo los peruanos, condenándonos a que el caos se convierta en rutina.

Ejemplos sobran de una clase política que habita en esos países de fantasía. Por ello, no deriva en extraño que Castillo buscase, empleando las mismas palabras que usó Alberto Fujimori hace tres décadas para consumar su autogolpe, cambiar su título de presidente constitucional por el de dictador.

Tampoco resulta extraño que lo hubiera hecho inducido, según diversas fuentes, por Aníbal Torres y Betssy Chávez, asegurándole que la oposición conseguiría los votos para su vacancia, apenas porque sabía que Perú Libre condicionaría su respaldo o no a la permanencia de ella en el gobierno.

O que los seguidores de Castillo, en su intento por salvarlo de una posible condena, aleguen teorías absurdas tales como que fue drogado, víctima de un ataque de amnesia o que su autogolpe no ocurrió porque no detuvo ni mató a nadie. Vivir en un país de la fantasía impide también percibir que la dignidad es uno de los bienes más preciados y que, con este tipo de argumentos, solo están tallando el epitafio político que lo consagrará como uno de los personajes más patéticos de la historia nacional, si es que ya no lo es.

O que el flamante gobierno, en una serie de errores de lectura de la situación, atribuya las protestas apenas a azuzadores profesionales, burócratas nombrados por Castillo o miembros de las otrora organizaciones terroristas que los debe de haber, pero eso exacerba más los ánimos y aleja la posibilidad de disminuir las tensiones con miras a un eventual diálogo entre quienes no lo son.

Es cierto que, a estas alturas, nada debería sorprender. El Perú lleva demasiado tiempo a la deriva por la renuncia de los ciudadanos honestos a hacer política, un hecho que les permitió a los oportunistas de toda laya adueñárselo.

Los resultados saltan a la vista: un tsunami de aguas putrefactas nos ha inundado y amenaza con orillar cada vez más a la población a que, harta del descalabro permanente, comience a prestar oídos a discursos violentistas y posiciones radicales. Por ello, antes de que no haya más remedio, necesitamos encontrar puntos de convergencia para no tornar inviable al país.

En su célebre “Palabra de los talentos”, la genial escritora afroamericana Octavia Butler, que desafió los cánones literarios al incursionar en el género de la ciencia ficción que era dominado por hombres blancos, traza lo que podría ser el futuro si las cosas no cambian.

Parafraseándola, Butler decía que ser liderados por cobardes significaba ser controlados también por todo lo que ellos temen. Y, en nuestro caso, lo que ellos temen son la honestidad, el bien común, los intereses nacionales y el respeto a los más elementales valores democráticos.

A pesar de que haya personas que prefieran derrumbarlo todo, ladrillo por ladrillo, la vasta mayoría de los peruanos deberíamos optar por la ‘bola a tierra’, un entretiempo que siente las bases para que la demagogia, los intereses excusos, el clientelismo y el oscurantismo no sigan ganando este partido… y por goleada.

Hugo Coya es periodista