Hugo Coya

Entre tanta mala noticia que rodea nuestra política, las amenazas que se ciernen sobre la vienen pasando desapercibidas, a pesar de las gravísimas consecuencias que representan para la supervivencia de nuestros pueblos originarios.

Con esa tradición tan nuestra de que Lima no solo es la capital del país, sino también el centro del universo, se proporciona escasa cabida a lo que sucede fuera de sus linderos, menos al tratarse de peruanos que no hablan castellano.

Si alguien pensó que con la llegada del primer maestro rural a la Presidencia de la República se pondría pie en el acelerador a este rubro porque sería supuestamente más consciente de la importancia que conlleva la educación intercultural bilingüe, la realidad viene demostrando todo lo contrario. Ni bien asumió el mando, se le colocaron enormes rocas en el camino.

Todo ello insuflado por la guerra comarcal instaurada en el sector Educación en busca de quebrar al Sindicato Unitario de Trabajadores de la Educación del Perú (Sutep), controlar los ingentes recursos de la Derrama Magisterial y favorecer al sector adicto al presidente , la Federación Nacional de Trabajadores en la Educación (Fenate).

Como siempre ocurre cuando prima el canibalismo político, los más vulnerables son los que salen perdiendo: los pueblos originarios. De nada valen los acuerdos internacionales de los que el Perú es signatario y que obligan a garantizar a las comunidades indígenas y pueblos originarios el acceso, con garantía del Estado, a la educación en lengua materna.

No se trata de una perorata sin sustento en contra del Gobierno, sino de la más genuina preocupación respaldada por pruebas indiscutibles, ajenas a cualquier análisis liviano, que trata de colocarse en tierra firme y de las que mencionaré apenas algunas.

Primero, un alto funcionario del Ministerio de Educación envió un oficio a las direcciones y gerencias regionales en el que pedía el envío de una lista de escuelas y colegios a fin de que se las exceptúe de formar parte de la educación intercultural bilingüe “para facilitar la contratación de docentes”. Ante la andanada de críticas, tuvo que recular.

Luego sobrevinieron dos resoluciones viceministeriales que modifican los requisitos para la contratación de maestros y directivos en las zonas en las que se aplica la educación intercultural bilingüe, eliminando la exigencia de que los candidatos deben tener el dominio de la cultura y la lengua originaria de los estudiantes.

Hay, entonces, demasiadas evidencias para la denuncia y también para entender el porqué de tantas maniobras en este aspecto. Obedecerían a un plan bien delineado para copar esos puestos por parte del Fenate y los seguidores del mandatario a costa de no garantizar lo que, por derecho, les corresponde a nuestras comunidades indígenas.

El psicólogo Carl Jung sostenía que el inconsciente colectivo es un conjunto de ideas que atraviesan los tiempos, aquellas que heredamos de nuestros antepasados y de las que, muchas veces, no nos percatamos cómo influyen en nuestra visión del mundo.

La creencia de que hablar un idioma distinto al español era sinónimo de atraso y salvajismo constituyó, y aún constituye, un componente casi constante en el imaginario construido por generaciones desde que los españoles pisaron por primera vez estas tierras.

Se les impuso así a los pueblos originarios que debían abandonar su lengua y cultura para formar parte de la ‘civilización’. El resultado: ahondó la desigualdad social; perdieron tradiciones y costumbres; disminuyeron sus posibilidades de acceder a la alfabetización o, en el mejor de los casos, a conseguir una educación de calidad.

Aun con todo lo sucedido a lo largo de nuestra historia, el simple hecho de sobrevivir representa un enorme acto de resistencia. Pero no solo se trata del pasado, sino de garantizar el futuro y, por eso, las organizaciones indígenas han anunciado que están dispuestas a dar batalla ante el atropello que pretende menoscabar sus conquistas.

No es que antes fuese una maravilla. Sea como sea, en los últimos años, se habían dado discretos, pero firmes, pasos a fin de desterrar este pendiente de las cuentas por pagar como nación. Y lo hicieron gobiernos declarados de derecha o de centroderecha.

Bajo esa perspectiva, suena descabellado entonces que se pretenda mover las agujas en el sentido contrario de este enorme imperativo social, máxime al tratarse de un régimen que se autoproclama de izquierda, cuyo líder y hoy jefe del Estado invoca al “pueblo” en forma persistente desde la campaña que lo llevó al poder.

La defensa de la dignidad de los pueblos originarios no está en la agenda de la mayoría de los actuales políticos. Ahí se encuentra la razón fundamental de por qué no les quita el sueño, ni lo convierten en su bandera.

En el caso de Castillo, ciertamente, sus diatribas son tan numerosas como los errores cometidos hasta el momento por su gobierno que tampoco debe llamar la atención. El intento audaz por pulverizar la educación intercultural bilingüe se suma a sus dichos y acciones erráticas, los que formarán parte del juicio de la Historia que se emprenderá con severidad cuando concluya su gobierno.

Esto, porque, al igual que ha ocurrido siempre en nuestra patria, los años sombríos acabarán y solo allí podremos, con la tranquilidad que otorgan la distancia y el tiempo, comprender cómo pudimos llegar hasta ese punto.

Hugo Coya es periodista