(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Coya

Indignación, asco, vergüenza, repulsión. La lengua española, tan rica y prolífica con las palabras, no logra resumir en apenas un término el sentimiento que nos embarga en estos momentos a millones de peruanos ante la revelación de que, por lo menos, el expresidente , su esposa, su hermano y un grupo de altos funcionarios del gobierno accedieron a vacunarse a escondidas contra el , mientras el país estaba siendo asolado por la peor crisis sanitaria de su historia.

Estas personas se mostraban ante la opinión pública como grandes luchadores para sacarnos del infierno en el que nos encontramos inmersos. Sin embargo, al mismo tiempo, se convertían en antihéroes, al aceptar por debajo de la mesa integrarse a una lista que los segregaba del resto cual si fueran una casta por encima del bien y del mal.

Pocas veces un escándalo le da el sentido más literal a la figura bíblica de los ídolos con pies de barro. Es obvio que esta vez no me refiera al sueño del rey babilónico en el que se le aparece una estatua hecha de oro, plata, bronce, hierro y con las extremidades inferiores tan endebles que la llevan a desmoronarse. En este caso, se trata de una pesadilla que desnuda una monserga que nos persigue al igual que una maldición en los 200 años de independencia nacional e, incluso, mucho antes: si otros se aprovechan del cargo, ¿por qué yo no? Es, pues, la raíz de nuestros grandes males nacionales la de ser incapaces de colocarnos en los zapatos del otro.

Este escándalo, por lo tanto, no es como tantos otros, como aquellos que siempre generan un gran despliegue pirotécnico para, al cabo de un tiempo, mitigarse entre las cenizas del olvido y de la impunidad. No. O, mejor dicho, no debería serlo en nombre de las más de 43.000 razones para decir no, si tomamos en cuenta las discutibles cifras oficiales de muertos que hasta el momento habría producido la pandemia en nuestro país.

Más allá de las evidentes implicancias legales, penales y políticas, con repercusión internacional incluida, este caso nos arrebata el único gran consuelo que nos quedaba en medio de la enorme tragedia que estamos viviendo: la apariencia de que todos los peruanos, al unísono, lucíamos la misma vulnerabilidad ante este maldito virus que había aparecido de pronto y que no se podía controlar. Que de nada servían la extensión de las cuentas bancarias, las jerarquías o los grados académicos, pues la muerte no discriminaba ni tomaba en consideración esas cuestiones que resultaban, al fin y al cabo, banales. Que por primera vez nos veíamos como iguales también porque usábamos mascarillas que nos obligaban a cubrir parte del rostro, proclamar la distancia social, abstenernos del contacto físico como la única forma de evitar que se introduzca el virus en nuestro cuerpo y que lo use como un arma mortífera para destruirnos hasta que la ciencia logre su cometido.

Las personas a cargo de las investigaciones deberán unir los puntos y descubrir las ramificaciones que les permitieron a estos “peruanos valiosos” el acceso a ser inoculados por una vacuna que no formaba parte de los ensayos clínicos y que ni siquiera había sido aprobada de manera oficial. Esto, además de violar los más elementales principios éticos, sienta un precedente para las investigaciones científicas que se pretendan llevar a cabo en el futuro.

Lo más grave es que este escándalo, aparte de indignar, asquear y avergonzar, desmoraliza a los ciudadanos que se encuentran de pie desde que se declaró la epidemia. Asimismo, a quienes han convertido cada día en una lucha heroica por la supervivencia, que tienen que salir a trabajar de todas maneras para que no falte un pan sobre su mesa; a quienes pugnan por atención médica, oxígeno o una cama UCI; y a quienes han perdido a un familiar, a un amigo o a un conocido por el colapso del sistema sanitario.

Abate de manera brutal, sobre todo, a médicos, enfermeras y técnicos que, con sus escafandras apocalípticas, luchan para impedir que sus pacientes no se conviertan en una cifra más dentro de un conteo estadístico macabro que crece vertiginosamente.

¿Las personas involucradas pensaron en ellos a la hora de aceptar vacunarse con el producto de una empresa con la que se estaba negociando la compra sin importar que pudieran estar incurriendo en una acción delincuencial o inmoral?

No existen atenuantes en este caso. Una vez más, la venalidad, el egoísmo y el ‘primero yo’ han primado para demostrarnos que no todos los peruanos somos iguales ante la desgracia porque existen algunos que son “más iguales” que otros, especialmente si ejerces un puesto que te permite obtener una ventaja vedada al resto de ciudadanos.

Ironías que esta trama haya ocurrido ad portas del bicentenario de la independencia nacional, pues nos recuerda que todavía resta emanciparnos de viejas taras y vicios aún presentes en el quehacer político. Así, en plena crisis sanitaria –y política, social y económica– no podemos distinguir lo importante de lo accesorio.

Hoy, más que nunca, el país necesita no solo vacunas contra el COVID-19, sino otro tipo de inmunizantes: uno que ponga coto a los intereses subalternos, al aprovechamiento personal y, fundamentalmente, a la mentira.

Hagamos que la ira que sentimos y la crónica que se escriba sobre esta trama sean un auténtico parteaguas y que el “Diccionario de la lengua española” lo convierta en sinónimo del momento en el que las cosas comenzaron a cambiar para mejor en el Perú.